En Internet, en la página de la RAE, la palabra “perspectiva” presenta, entre varias acepciones, dos que me interesan: “mirar a través de” y “observar atentamente”. Lo anterior, se debe a que a continuación pretendo hacer algunas reflexiones sobre la posición de espectador activo del proceso de investigación del Proyecto Emovere y en ese sentido, analizar la función de un teórico (en este caso una teórica) en una creación artística. Considerando lo anterior, como espectadora activa en mi función de “teórica”, tuve que “mirar a través de” los creadores para llegar al material estético de la obra, generándose para mi una situación analítica que estaba direccionada por un “observar atentamente” el objeto artístico en creación, sobretodo porque el mismo presentó cambios, que por las características particulares de la investigación, fueron más allá de lo esperado. Estos se advertían no solo en la variación habitual dada por el ejercicio de profundizar en la observación (debido a que el punto de vista con que uno mira está sujeto a un permanente cambio) sino que, además, se veían fuertemente influenciados por tipos de situaciones técnicas que, impredecibles por los autores de la obra, modificaban continuamente la dirección del proceso de creación.

Desde hace algunos años, me ha parecido percibir con mayor frecuencia la aparición, en procedimientos de investigación escénica, de este nuevo personaje que he mencionado más arriba (el teórico). Es decir, que en este tipo de trabajos comienza a requerirse, además de aquellos que cumplen una función creativa e interpretativa, de alguien que pueda generar una consideración de la obra desde el mundo de las ideas, configurando una visión crítica que articule argumentos que desde las palabras logre reflexionar sobre los materiales subjetivos que nacen de los artistas. Si bien, resulta cautivante llevar a cabo esta función, al mismo tiempo llama la atención la necesidad de su implementación, sugiriendo un modo de operar que se separa del acto creativo puro, exigiendo al creador tomar una posición sobre su propio trabajo que sea fundamentada en aspectos de orden teórico. De esta manera, se pone un énfasis particular en el proceso a través de un procedimiento reflexivo racional, más que en el resultado como producto de una necesidad expresiva práctica.

Cuando fui invitada a participar del proyecto Emovere para desempeñarme en esta función de “teórica”, en un principio, me pareció que la actividad que debería llevar a cabo debería traducirse en observar el desarrollo de la creación, para luego articular algunas reflexiones que desde un análisis de sus diversas fases y los resultados de las mismas, lograran generar ciertas conclusiones sobre la particularidad del material artístico que iría surgiendo a medida que éste se fuera desenvolviendo. Es decir, me imaginé como testigo ocular del proceso de creación, registrando por escrito el mismo y aplicando ciertas herramientas de análisis estético que pudieran dar cuenta de la ruta composicional que se desplegaba conforme al objetivo final, es decir, conformar una obra. Sin embargo, una vez comenzado el trabajo programado, al asistir con cierta frecuencia a los ensayos -a veces en forma regular y otras no tanto-, me di cuenta que mi función consistía en, además de poner en palabras ciertas conclusiones estéticas sobre la sustancia escénica que iba apareciendo, develar una materialidad invisible que surgía de la interacción entre Javier, Francisca, Matías, Eduardo, Poly, Pablo, Esteban y Sergio [1], la cual se expresaba en forma visual, sonora y coreográfica. En ese sentido, mi esfuerzo se traducía en exteriorizar un punto de vista que, ajeno a la contingencia de lo que juntos iban construyendo, les mostrara una fotografía en palabras de lo que escénicamente se iba proyectando, trazando una síntesis del material estético resultante que integraba en forma sincrónica la visualización de lo que está un poco antes. Es decir, de lo referido al momento mismo en que surge la relación entre intérpretes y creadores en torno al sonido y el movimiento, material que lógicamente a mis ojos y oídos de espectador llegaba diacrónicamente.

Para comprender lo anterior, es importante relevar la situación particular de este proceso creativo, en que los procedimientos de composición se encuentran a su vez condicionados por limitaciones técnicas que es solo posible vislumbrar en la práctica escénica. Estas limitantes dejan un campo reducido de innovación debido a que siempre su aparición (de la limitante técnica) depende de la acción de la contraparte sonora o coreográfica que creadores e intérpretes van produciendo. Es decir, las decisiones creativas que definen la interacción entre sonido y movimiento en este proceso, no solo buscan la “alquimia” más adecuada para lograr la construcción de un lenguaje que exprese un sentido estético, sino que al mismo tiempo deben adecuarse a la complejidad que significa que el sonido surge gracias a las señales que emite el cuerpo, las cuales se ven continuamente limitadas por situaciones impredecibles derivadas de particularidades corporales de los intérpretes, tales como la cantidad de sudor, el modo como se manifiestan las palpitaciones del corazón, la temperatura ambiente de cada instante e incluso su estado de ánimo. Todas estas variables condicionan la capacidad receptiva del sensor y cómo logra o no captar las señales del cuerpo para que éstas sean transformadas en sonido según objetos sonoros que, previamente establecidos, se adecúan sí y no a estas señales, según sea el caso del momento de la interacción. De este modo, Emovere se plantea en el límite entre la creación artística y la investigación de laboratorio, debido a que la libertad del creador está profundamente articulada por una limitante técnica que surge de la práctica empírica de cualquier propuesta creativa. De ahí, que el espectador activo que hemos llamado “el teórico” en esta obra, no solo debe dar cuenta de un análisis sobre el lenguaje coreográfico y sonoro que surge sino también debe observar atentamente la contingencia de la relación entre intérpretes y creadores en el mismo momento en que van poniendo en práctica las suposiciones creativas que se prueban en el espacio temporal del ensayo, pues, las mismas podrían estar muy bien justificadas desde la construcción de este lenguaje, aunque no necesariamente se adapten al intérprete y al momento de la ejecución.

Esta situación propia de Emovere revela como materialidad estética el mismo proceso creativo. En ese sentido, las propuestas sonoras y de movimiento elaboradas previamente, no constituyen la sustancia musical y coreográfica que en la escena se transforman en lenguaje mientras no son probadas en el complejo proceso de interacción que propone el modo de investigación de este proyecto. Es en ese momento cuando recién logran constituirse como material de creación, material que de cualquier modo es susceptible a cambios, por lo explicado en el párrafo anterior, constituyéndose siempre como soluciones provisorias que en el próximo ensayo pueden modificarse. Por ello, el intérprete no solo debe entrenarse en el ejercicio de su disciplina respecto a las formas sonoras o de movimiento necesarias para la construcción del lenguaje de la obra. El intérprete debe además adaptar su identidad individual, según sus capacidades y limitaciones, al lenguaje de la obra, debido a que el mismo procedimiento técnico en que ésta se realiza se lo exige. Para ejemplificar, en una pieza escénica habitual, frente a la expresión de un conjunto de movimientos de gran exigencia física podemos visualizar claramente el agotamiento de quien los ejecuta, sin embargo, no podremos jamás identificar cuál es la frecuencia cardiaca que se devela individualmente en esta ejecución. Los procedimientos de Emovere tampoco dejan apreciar la expresión de la frecuencia cardiaca en forma exacta, sin embargo, es posible que con todo el esfuerzo que realice el intérprete, su frecuencia cardiaca no alcance jamás el resultado estético previsto por los encargados del sonido antes de realizar la interacción, debido a que su corazón funciona de ese modo y no de otro, y en ese momento a pesar de que en otro momento se haya comportado de modo diferente.

Considerando lo anterior, cabe preguntarse cómo es posible elegir el material sonoro o coreográfico que se adecúe al lenguaje de la obra si éste siempre cambia, y de este modo, cómo es posible tomar decisiones sobre la construcción de su estructura, si el comportamiento de los elementos que la componen experimentan tanta incerteza como el cotidiano de cualquier ser vivo. Podemos planificar encontrarnos con alguien al día siguiente, pero en el trayecto a casa cogemos un resfrío que inesperadamente nos manda a la cama. La creación en Emovere pareciera ser sensible al mismo grado de azar con el que nos enfrentamos diariamente, situando la materialidad de la obra en el cuerpo del intérprete. Esto implica considerar no solo aspectos ligados a la estructura, la fuerza o la capacidad de resolución de problemáticas en relación al movimiento, sino también a los aspectos directamente relacionados con la realidad de sus emociones. Así, el recurso artístico es el intérprete en su realidad corporal compleja, en un modo que exige mostrar el reverso de su interioridad, incluso respecto a lo que siente.

La obra final de Emovere expuesta en GAM nos permite mirar, “a través de” la exposición de los intérpretes, parte del complejo proceso de construcción de la obra. Como espectadores, los vemos moverse como en cualquier obra de danza al mismo tiempo que nos muestran parte de su voz, sus pensamientos y cómo traducen en forma diferente, entre unos y otros, la expresión de ciertas emociones. Como espectadores entonces, quedamos inseguros de estar presenciando realmente un ataque de risa o la mera imitación sonora de la misma con un objetivo estructural estético. En esa indecisión debemos “observar atentamente” porque, estando desprevenidos respecto a nuestro propio sudor o una alteración en el ritmo de nuestras palpitaciones, somos interferidos de un modo que confunde nuestra apreciación, alterando nuestra posición, y haciéndonos, por ello, de algún modo intérpretes en el sentir corporal compartido de ciertas emociones.

A modo de conclusión, podemos definir la función del llamado “teórico” como fundamental en la construcción de una coreografía sonora como ésta, en la medida en que se integre como un personaje más de este entramado creativo complejo, emitiendo una perspectiva que permita comprender cómo se desenvuelve la relación entre creadores, intérpretes y obra, debido a que es en la fisonomía de este encuentro donde se definen las decisiones estructurales y por tanto la particularidad de su lenguaje.

[1] Javier Jaimovich y Francisca Morand los creadores del proyecto, Poly Rodríguez, Eduardo Osorio y Pablo Zamorano los intérpretes en movimiento; Matías Vilaplana, Esteban Gómez y Sergio Núñez como colaboradores fundamentales en la realización del proceso de creación de las resultantes sonoras.

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